viernes, 1 de marzo de 2019

RELATO - EL PORTANTORCHAS

EL PORTANTORCHAS

            Lo había hecho miles de veces, pero seguía conteniendo la respiración como el primer día. Ya no importaba. Quizá fuese la última vez que compartiera campamento con ellos tras veinticinco años de servicio.

            Ûrgram rugió con aquella voz profunda, imposible para alguien con un cuerpo tan pequeño. Detecté cómo sopesaba el cuerno mientras hablaba. Mordius se rebulló sobre el tocón, recogiéndose el hábito entre murmullos mientras rebuscaba entre sus pies. Había vuelto a perder el colgante de nuestra diosa, Eaesnar, al sacárselo para adecentarlo tras la jornada de viaje.

            Con la rapidez y la destreza de un colibrí me deslicé entre las sombras, llenando el cuerno de Ûrgram y fundiéndome en la noche. Después me moví de nuevo, encorvado y en silencio. La herida del muslo me lanzó un latigazo de advertencia cuando me agaché a recoger el medallón con forma de rostro de mujer.

            —Gracias hijo —dijo Mordius cuando se lo devolví. Opté por un rápido y gentil gesto con la cabeza, pues las palabras del clérigo ya habían interrumpido suficiente la conversación entre Ûrgram y el mago.

            —Un portantorchas debe estar siempre cerca, pero nunca en medio —me recordé. Eso incluía no interrumpir las conversaciones, por supuesto. Sus palabras eran las importantes, no las mías. Todo cuanto dijeran antes me mantendría con vida después. Así que, como siempre, debía atender sus necesidades mundanas, y, sobre todo, no molestar.
          
           Me senté sobre una roca lisa y baja, lejos del círculo que formaban los héroes alrededor del fuego.
            
         —Un portantorchas no debe intentar entender, sólo obedecer —recité para mis adentros mientras me frotaba la pierna dolorida. Nunca estaba de más recordarse las tres reglas el Portantorchas.

            Rubia comenzó a relinchar y agitarse. Me levanté con precaución, pues no quería lastimarme la espalda, y me acerqué a la mula.
            —Un Portantorchas nunca abandona a sus Patrones, y es valiente como ellos, aunque no entienda a lo que se enfrenta.

            Rubia era vieja. Sus deslucidas crines ya no hacían honor a su nombre. La rasqué entre las orejas para tranquilizarla un poco. Pronto dejaría de dormir a la intemperie y de cargar con los pertrechos de cinco personas. No dudaba en que podría quedármela. El nuevo portantorchas a buen seguro no querría una mula vieja y medio ciega, aunque aquella fuese la bestia más valiente y dócil que uno pudiera encontrarse. Como yo.

            —¡Más vino! —Mi corazón se paró de repente al escuchar la joven voz.

            La señora Geena me saludó con su cuerno en alto y una sonrisa tan afilada como su puñal.
            —Además de viejo, sordo —dijo tan pronto llegué a su altura con la voz cargada de reproche.

            No respondí. Por suerte, la conversación no se había detenido. Traté de componer un gesto de sincero arrepentimiento. No surtió efecto en la ladrona. Me observó con atención, consciente de la incomodidad que me producía. Le encantaban esas pequeñas crueldades.

           La conversación fue decayendo al tiempo que avanzaba la noche. Sólo quedó despierto Ûrgram, el encargado del primer turno de guardia. El enano continuó agitando el cuerno durante un buen rato. No me miró ni me habló en ningún momento; tan sólo emitía murmullos en lengua enana. Se quedó dormido antes de que yo hubiera recogido los restos de la cena. Le retiré el cuerno de la mano y se lo guardé en el petate. Ya continuaría yo su guardia; él había bebido mucho y necesitaba descansar.

            Estaba decidido. Al día siguiente, durante el trayecto hasta la cripta, anunciaría mi voluntad de retirarme tras esa última aventura. Y se lo confesaría a Tarindel, el mago elfo al que estreché la mano la primera vez que me contrataron. Pensar de nuevo en el hogar me insufló ánimos. Habían pasado veinticinco años desde que viera mi hogar por última vez. Una pequeña aldea perdida en mitad de los campos de las Tierras Baldías. Los recuerdos de Sara despidiéndose mientras se protegía el vientre abultado volvieron a mí. Cuando acabó la guardia de Ûrgram desperté al Padre Mordius y me sumergí bajo la manta con el cálido pensamiento del hogar.

            Al día siguiente, tras cargar a Rubia, remprendimos la marcha. Como siempre, Geena se adelantó hasta perderse de vista, mientras el resto atravesaba el sendero, conmigo y la mula cerrando la marcha. Mordius entonó un salmo en honor a la diosa, mientras Ûrgram juraba, otra vez, que no volvería a beber antes de una aventura.

            La melancolía me invadió cuando pensé cuánto echaría de menos a aquellos hombres. Recordé con viveza su llegada a la aldea, y cómo alteraron a todo el mundo. Eran aventureros, descubridores y exterminadores de demonios. Su llegada me pareció la solución a todos mis problemas económicos, acentuados por el embarazo de Sara. La paga era excelente. En poco tiempo, me convertiría en el hombre más rico de las Tierras Baldías. Ni Sara ni yo volveríamos a sufrir los rigores y la miseria del trabajo en el campo. Jamás olvidaría el día en que mi vida cambió para siempre. Tarindel me dio la mano y, mirándome a los ojos, me dijo:

            —Bienvenido a nuestra compañía, Bret.

        Fue el momento más emocionante de toda mi vida y, pese a que durante esos veinticinco años nunca me volvieron a hablar así, pasé a formar parte de su grupo, casi como un igual.

            Con el tiempo aprendí a ser mejor en mi trabajo. En las ciudades coincidía con otros Portantorchas, e intercambiamos experiencias y consejos. Así aprendí las tres reglas que regían nuestra profesión. Entre aventura y aventura mis Patrones se convirtieron en héroes respetados; los campesinos celebraban nuestra llegada, y los reyes nos enviaban misivas con peticiones de ayuda. Todos tenían una reliquia que querían encontrar, o un demonio que arruinaba las cosechas.

            Los conozco bien a todos. He lavado su ropa, preparado sus comidas y restañado sus heridas. He viajado por todo el mundo conocido y por lugares que nadie ha visto nunca. Les he visto reír sus alegrías y llorar sus fracasos. Y he matado a su lado. También he visto morir a algunos, como Bennett el explorador, que murió entre mis brazos con una saeta atravesada en el cuello.

            Los recuerdos me absorbieron tanto que apenas me di cuenta de que habíamos llegado al lugar. Tres grandes piedras formaban la entrada al túmulo, en lo alto de una solitaria loma. No parecía gran cosa, pero raramente lo parecían. Mordius bajó la maza e hizo el gesto de dejarla apoyada en un lugar impreciso. Por suerte, yo reaccioné a tiempo, recogiendo la maza mientras el clérigo leía en voz alta las letras grabadas en la roca.

            —No puedo esperar mucho más —pensé —. Debo decírselo antes de entrar en la cripta. Pero con sólo pensar en ello, mi garganta se cerraba como si unas manos invisibles me estrangularan.

            —Patrón Tarindel —me oí decir con voz trémula— ¿podría hablar con vuestra merced un momento?

            El elfo se volvió como si fuese Rubia la que hubiera hablado. El resto hizo lo propio, con diversos grados de estupefacción. Parecían turbados, nerviosos. Me sorprendió haberles causado esa impresión.

            —Quizá sospechen algo —me dije.

      Intenté continuar, pero los ojos de mis Patrones, observándome con aquellas expresiones, impidieron que pudiese articular palabra. Di un par de pasos hacia atrás con la maza de Mordius entre las manos.

            —Antorcha —ordenó Tarindel sin apartar la vista de mí—. Y mi libro de conjuros.

            Reuní toda mi experiencia para no temblar como una hoja e hice lo que me pidió el mago. Luego amarré a Rubia en un seto cercano y me ajusté el justillo de cuero y el cuchillo largo mientras los héroes debatían. Al regresar, Geena me hizo una señal para que la siguiera; ella abriría la marcha y yo la seguiría de cerca, iluminándole el camino con la antorcha y con el resto del grupo tras de mí.

            La cripta descendía abruptamente en un pasillo estrecho, húmedo y de peldaños resbaladizos. Volvía a una “mazmorra”, como los portantorchas llamábamos a aquellos lugares. Los peldaños acabaron en otro pasillo largo y estrecho, llano esta vez, flanqueado por viejas lámparas de aceite cubiertas de polvo y telarañas. Al final, una puerta indicaba el final del camino. Geena hizo una señal para que nos detuviéramos.

            —¿Por qué nos detenemos? —preguntó Ûrgram.

            Geena agitó la mano. Me descolgué la mochila y le alargué el pellejo de agua. Sabía lo que debía hacer el ladrón en los pasillos, y cuál era mi función. La mujer dio un paso y luego otro, con parsimonia, mientras vertía un chorro de agua sobre el suelo empedrado. El resto del grupo esperó sin moverse, pero yo la seguí, iluminándole el camino.

            —Un portantorchas nunca abandona a sus patrones, y es valiente como ellos, aunque no entienda a lo que se enfrenta —recordé de nuevo. Y yo era un veterano y valiente portantorchas.

            Geena se detuvo y dejó de verter agua. Vertió un poco más, y luego un poco más. Saltó como un gato y, apoyando pies y manos en los muros, avanzó sin tocar el suelo, como una acróbata. De esa forma no podría seguirla, ni con veinte años menos. Un par de metros más allá apoyó levemente la punta del pie en el suelo, dejando caer todo el peso del cuerpo de forma progresiva. Luego fuimos saltando uno por uno, siguiendo las instrucciones de la ladrona para no caer en la trampa de foso.

            Cuando llegamos a la puerta dejé pasar al resto del grupo. Me quedé el último y me froté la pierna dolorida. Al fin y al cabo, nada tenía que decir sobre aquello, y lo que dijera a buen seguro estaría equivocado.

            En el centro de la puerta de piedra había una figura tallada en relieve. Parecía un rostro con la boca inhumanamente abierta. Me recordó a una cerradura pese a su gran tamaño. Me pregunté si detrás de aquella puerta nos esperaría un tesoro o una reliquia antigua. Como un acto reflejo, sopesé la bolsita que me colgaba del cinto.

            —Dos sueldos y diez trímeres —calculé mentalmente. No era mucho.

            Para distraerme, intenté hacer memoria del dinero que había ganado en aquellos veinticinco años. Más de lo que tenía en la bolsa, eso era seguro.

            —¿Cuánto dinero había enviado a Sara? ¿Cuándo dejé de enviarlo? —me pregunté. Seguramente dejé de enviarlo cinco años después de mi partida, cuando se hizo más patente la sospecha de que el dinero se “perdía” por el camino.

            Geena acarició la puerta mientras trataba de escuchar con la oreja pegada a la superficie, como si esperara que la pesada roca le dijera algo.

            No era toda la verdad, por supuesto. Un portantorchas podía cobrar diez veces más que el mejor mercenario. Eso hacía que la bolsa contuviera siempre una pequeña fortuna que llevar a las posadas. Para qué engañarme. Había gastado mucho dinero en vino, juego y mujeres. Al fin y al cabo formaba parte de un grupo de héroes, y los héroes no dormían en graneros. Fundí mis pensamientos en la negrura de la cripta que me rodeaba, y sopesé de nuevo la blanda y arrugada bolsa.
            Primero fue una especie de resoplido; después, Geena lanzó un alarido, alejando el rostro de la figura tallada. Cuando se volvió, pude ver su rostro humeando, como si hirviera. La mitad más humeante parecía languidecer, con la piel deslizándose sobre su cara como la cera caliente. Tarindel, Morbius y Ûrgrum se cernieron sobre ella, maldiciendo. La puerta crujió y comenzó a deslizarse sobre unas guías en el suelo, ocultándose en la pared. Me acerqué para ofrecer más luz con mi antorcha, descolgué la mochila y la abrí, a la espera de instrucciones. Los gritos de Geena retumbaron en la cripta, que pareció estremecerse.

            —Agua —rugió apresurado Ûrgram

            —¡No! —respondió Mordius— ¡Es ácido!

            El enano sujetó a Geena mientras ella se debatía, ciega de dolor. Le desgarraron las ropas hasta la cintura. El ácido se había extendido hasta casi el ombligo. Su rostro era ahora una máscara amorfa de piel enrojecida por las quemaduras, cubierta de vapor y olor a carne y pelo quemado. Una violenta arcada trepó desde mi estómago hasta concentrarse en mi garganta.

            Mordius murmuró un rezo y le impuso las manos. Sí, él podría curarla, lo había visto muchas veces. Eaesnar le escucharía. Busqué un resquicio para observar lo que ocurría.

            —Geena… por favor mi señora Eaesnar, cúrala —susurré. Sin duda, la diosa no escucharía a un humilde portantorchas, pero sí a Mordius.

            Pero tan pronto como la carne, la piel y el pelo comenzó a regenerarse, el ácido volvió a consumirlos, sumiendo a Geena en un nuevo tormento.

            —¿Qué estás mirando, maldito viejo? —dijo cuando se cruzaron nuestras miradas entre lágrimas de dolor.

            Mordius lo intentó dos veces más, antes de hundirle la daga en el corazón. Dejé la antorcha en el suelo y me alejé, dejándoles solos y secándome las lágrimas con la manga de la camisa.

            Cinco minutos tardaron en despedirse de ella. Cuando estuvieron dispuestos para continuar, me acerqué y recogí la antorcha. El cadáver era un montón de huesos envueltos en carne y ropa quemada. El olor era insoportable. Ahora Ûrgrum abría la marcha, y yo le seguí cuando cruzó el umbral. Ante nosotros se abrió una estancia circular, cuyas paredes se perdían en la oscuridad. Nuestros pasos resonaron al compás de las gotas de agua que repiqueteaban en el suelo.

            Acudí al recuerdo de Sara para recuperar la calma. Deseé abandonar todo aquello y volver con ella. Intenté recordar nuestros momentos más alegres, pero no eran más que retales difusos. Incluso el rostro de Sara se mezclaba con el de Geena. Sara tenía más o menos la misma edad cuando me marché. Un mordisco de dolor me avanzó por el muslo hasta concentrarse en la rodilla.

            —¿Qué aspecto tendría ahora? —Me esforcé, pero no lograba ir más allá del recuerdo del día de mi marcha, y de cómo era entonces. Pensar en mi hijo hizo que me sintiera más extraño aún; tratar de imaginármelo era algo simplemente inútil, un sinsentido. Ni siquiera sabía si había llegado a nacer, y dudaba de que a él le importase lo más mínimo que yo estuviera vivo o muerto. Al hogar sólo regresaría un viejo tullido en busca de una esposa que apenas reconocería y con un hijo adulto que nunca llegó a ver.

            Ûrgram sí vio algo. La visión en la oscuridad de los enanos era legendaria, así que me limité a esperar, aguzando el oído. Avanzamos con precaución hasta que pude divisar una especie de atril de piedra. Tarindel pasó por mi lado y se detuvo junto al enano. Golpeó en suelo con un extremo del bastón. A nuestro alrededor se formaron unas figuras de aspecto vagamente humano que flotaron y se deformaron como un humo espeso. Mordius dijo algo. Tarindel asintió. Al acercarnos vi que sobre el atril descansaba un pesado libro abierto. El elfo se inclinó sobre él y reclamó la luz de mi antorcha. Me acerqué y pude ver en sus ojos algo parecido al hambre. Empezó a leer y, enseguida, su voz suave y cadenciosa se tornó en otra más grave y cavernosa. Mordius se le acercó y le puso la mano en el hombro. Tarindel se liberó del contacto con un movimiento desdeñoso, y ambos iniciaron una discusión. Ûrgram dijo algo en su lengua que no entendí. Enarboló su enorme hacha, volviéndose de un lado a otro. Había visto algo en la oscuridad. Tarindel parecía cada vez más furioso, mientras Mordius intentaba calmarle con voz tranquila.

            De pronto oí un golpe. Un amasijo de huesos y ropas viejas se retorció a los pies de Ûrgram. El enano enarboló el arma de nuevo. Parecía esperar algo en un punto de la negrura. Unas figuras emergieron de entre las sombras, rodeándonos. Eran cadáveres, cadáveres andantes. Habíamos despertado a los muertos de la cripta.

            Mordius alzó sobre su cabeza el símbolo de la diosa. El medallón brilló, el aire vibró un instante, y los muertos que nos rodeaban cayeron al suelo, desmadejados como títeres arrojados al fondo del baúl. Pero enseguida otros los sustituyeron, abalanzándose sobre Ûrgram, que rugía y clamaba por sus dioses. Tarindel se acercó al atril, cogió el libro y corrió hacia Mordius y yo. El elfo no pareció advertir la cadena que discurría sujetando el tomo al atril. El corazón me golpeó el pecho como quien golpea un tambor. Mordius empezó a correr, evitando a los muertos que emergían de los bordes de la luz de mi antorcha. El chasquido de la cadena arrancó el libro de las manos de Tarindel, cayendo pesadamente tras él. Pese a las advertencias de Mordius, el elfo deshizo sus pasos hasta el tomo. Comenzó a tirar de la cadena, mientras las sombras se perfilaban a su alrededor. Más allá, los rugidos de Ûrgram se tornaron en pavorosos alaridos.

            Corrí siguiendo la estela de Mordius, que se abría paso entre figuras torpes y desmañadas, cambiando de dirección, buscando una salida en aquel vacío de oscuridad. De pronto, Mordius tropezó y cayó al suelo, gritando de dolor. Al llegar a su altura vi una construcción de piedra, baja y rectangular que se interponía en nuestro camino. Era un sarcófago abierto. El clérigo se sujetaba la pierna, por debajo de la rodilla. Una sección de tibia fracturada asomaba entre sus dedos. Miré en derredor. Tras la tumba había otra, y otra se perfiló más allá del umbral de luz de mi antorcha. Seguí observando hasta que me pareció ver una construcción alta ¿Una de las paredes de la estancia?

            Pasé un brazo de Mordius sobre mis hombros y cargué con él hacia la pared, rodeado de sombras acechantes. Sí, habíamos llegado a uno de los extremos de aquella maldita sala. La pared estaba plagada de pequeños nichos excavados en la roca, lo suficientemente grandes como para contener un cuerpo tumbado. Vi asomar un cadáver viviente de uno de los nichos; más allá, otro cadáver se asomó y cayó con un espeluznante crujido de huesos, levantando una nube de polvo. Busqué un nicho vacío y elevado, y trepamos hasta alcanzarlo a unos tres metros del suelo.

            Cerré los ojos un instante hasta que logré normalizar mi respiración. Me asomé y vi decenas de figuras a nuestros pies, inmóviles. Todos habían muerto. Geena, Ûrgram, Tarindel… todos muertos en mi última aventura. En mi última mazmorra. Mordius rezaba entre resoplidos de dolor, aferrado a su medallón.

            —Todavía no se han reunido demasiados— Estuve tentado de decir—. Si bajamos y seguimos la pared, acabaremos encontrando la puerta que atravesamos para llegar hasta aquí.

            Pero no lo dije. Mordius era el héroe, y yo, el portantorchas. No me correspondía a mí dar opinión. El clérigo a buen seguro encontraría una salida. La diosa le escuchaba siempre. Yo no sabía nada de esas cosas. Sólo sabía que quería volver a mi hogar.
            —A mi hogar —repetí en mi mente.

            Pero ¿Dónde estaba mi hogar? Intenté escudriñar la oscuridad, pero no vi nada. No estaba seguro de ser capaz de conocer el camino de vuelta. Tampoco estaba seguro de lo que encontraría si conseguía llegar. Al pensar en mi vida anterior, veinticinco años atrás, sólo siento confusión. ¿Quién era entonces? ¿Aún era esposo? ¿Fui padre alguna vez? Miré a Mordius. Ahora lloraba, aferrado a su medallón. Los muertos comenzaban a agolparse abajo. Me pareció ver a Ûrgram y Tarindel esperándonos junto a otros cadáveres. No podríamos alcanzar la entrada con su herida. Quizá yo sí, pero él no.

            —Un portantorchas nunca abandona a sus patrones, y es valiente como ellos, aunque no entienda a lo que se enfrenta— dije

            Claro que no —pensé—. No lo haré ¿Cómo podría abandonar a mi familia, a todo mi mundo?

            Cuando el fuego de mi antorcha parpadeó, supe que estaba a punto de consumirse.

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